In the past few months, I’ve been thinking a lot regarding how human beings mourn.
In my late teens and early 20s, one friend after another was being killed or dying, seemingly every month. This was primarily in East Los Angeles in the 1970’s-1980s. During one span, I attended 12 funerals in 18 months. The youngest was 18 and the oldest, 42, who actually died of cancer. We learned to accept that as part of barrio life.
More than a generation later, in the past three years, with an almost equal intensity, many people I know have died, principally of COVID. While not as shocking as the death of the young, they are still shocking due to the many unexpected loss of our elders, the keepers of knowledge and memory.
Of several things I learned from that earlier era is that parents are not supposed to bury their children, and that everyone mourns differently.
A good friend of mine, I will call her Leticia, we used to go to many places together. At one point, her best friend, Vanessa, called me, frantically telling me that Leticia’s boyfriend had gotten killed in a drive-by and had died in her arms. Leticia had actually called me a couple of days before and asked me to go to the services. When Vanessa called me, she insisted that I go to the funeral because Leticia was “losing it.” I reassured her that I would.
The next day, I went to the viewing. I walked in and sat two rows behind Vanessa. As I settled in, she turned around and asked: “Who invited you here?”
I was momentarily taken aback: “You did,” I responded.
She angrily got up and went to the casket and screamed out: “This is not my brother! What have they done to his body?”
A little after that, Leticia calmly came up to me and thanked me for coming and apologized for our mutual friend “losing it.”
This was about 40 years ago and it made me think about all the other funerals of that era, and how each one was different. What was constant perhaps is the wailing and the out-of-town relative who reminds everyone about the preciousness of life. What might be considered unusual behavior at a funeral is not unusual at a funeral, and usually, the younger they are, the more painful the grieving. However, when my elderly uncle Sigfredo from Kansas passed due to a car accident and when my last uncle Ricardo from Aguascalientes passed, it hurt lots, but their deaths were also seemingly the end of family memory.
When my parents passed, it actually was more difficult. I wrote something about my dad, shortly before he passed and was actually later published in a book. When my mom passed, I could not write anything. My mom herself became a writer in her 60s. She wrote many religious works and put them together as booklets and never charged for them. She would visit detention centers and places like that. When she passed, I ended up with her last writings. So yes, there will be a book and they will be free.
Because I left LA in 1990, I was not part of my parent’s (or family’s) daily life thereafter. When they were in their 70s, I asked them what they missed most about not driving? “Not being able to go to church.” I promised them that whenever I was in town — 4-5 times per year — I would take them. One Easter, during mass, the priest had a heart attack. With everyone in shock, my mom made her way to the aisle and then up to the altar. She instructed everyone to pray for him. She then turned to the priest and prayed over him with a cross. Suddenly, he slightly rose and reached for the cross, asking for it. My mom said that it was a special cross that she had recently used to revive my father from his deathbed. Instead, she promised to give him a similar one. I had heard that my mom was a healer, but here, I witnessed that before my very eyes.
When my only sister passed away last month, perhaps I should’ve expected it because she had been sick the past several years. When she got COVID, she passed on to spirit world as a result of complications. It’s different than when parents or other relatives pass away. It becomes about our own mortality. The first of seven siblings. I’ve always been surrounded by healers and what they’ve always said is that those that pass away don’t actually leave us, but simply move on to spirit world. Regardless, it’s tough. Not every culture mourns. Some celebrate. Some remember. Some honor. I’m trying to do all.
Roberto Dr. Cintli Rodriguez is an associate professor emeritus at the University of Arizona Mexican American Studies and is the author of several books, including “Our Sacred Maiz is Our Mother” (2014), “Yolqui: A Warrior Summoned from the Spirit World” (2019) and “Writing 50 years Amongst the Gringos,” published recently by Aztlan Libre Press. Email XColumn@gmail.com.
En los últimos meses, he estado pensando mucho en cómo recordamos a los seres humanos cuando estamos en luto. Al final de mi adolescencia y principios de los 20, un amigo tras otro estaba siendo asesinado o muriendo, aparentemente cada mes. Esto fue principalmente en el Este de Los Ángeles en las décadas de 1970 y 1980. Durante un lapso, asistí a 12 funerales en 18 meses. El menor tenía 18 años, y el mayor 42, quien en realidad falleció de cáncer. Aprendimos a aceptar eso como parte de la vida del barrio.
Más de una generación después, en los últimos 3 años, con una intensidad casi igual, muchas personas que conozco han muerto, principalmente de COVID. Si bien no es tan impactante como la muerte de los jóvenes, siguen siendo impactantes debido a las muchas pérdidas inesperadas de nuestros mayores, los guardianes del conocimiento y la memoria.
De varias cosas que aprendí de esa era anterior es que se supone que los padres no deben enterrar a sus hijos, y que todos lloran de manera diferente.
Una buena amiga mía, la llamaré Leticia, siempre íbamos juntos a muchos lugares. En un momento, su mejor amiga, Vanessa, me llamó y me dijo frenéticamente que el novio de Leticia había muerto en una bala era y que había muerto en sus brazos. De hecho, Leticia me había llamado un par de días antes y me pidió que fuera a los servicios. Cuando Vanessa me llamó, insistió en que fuera al funeral porque Leticia estaba “perdiendo el control”. Le aseguré que lo haría.
Al día siguiente fui al velatorio. Entré y me senté 2 filas detrás de Vanessa. Cuando me acomodé, se dio la vuelta y preguntó: “¿Quién te invitó aquí?”
Me quedé momentáneamente desconcertado: “Tu lo hiciste”, respondí.
Se levantó enojada y fue al ataúd y gritó: ¡Este no es mi hermano! ¿Qué le han hecho a su cuerpo?
Un poco después de eso, Leticia se acercó tranquilamente a mí y me agradeció por venir y se disculpó porque nuestra amiga en común había “perdió la cabeza”.
Esto fue hace unos 40 años y me hizo pensar en todos los otros funerales de esa época y en cómo cada uno era diferente. Lo que fue constante quizás sea el llanto y el pariente fuera de la ciudad que les recuerda a todos lo precioso de la vida. Lo que podría considerarse un comportamiento inusual en un funeral no es inusual en un funeral y, por lo general, cuanto más jóvenes son, más doloroso es el dolor. Sin embargo, cuando falleció mi anciano tío Sigfredo de Kansas debido a un accidente automovilístico y cuando falleció mi último tío Ricardo de Aguascalientes, dolió mucho, pero sus muertes también fueron aparentemente el final de la memoria familiar.
Cuando mis padres fallecieron, en realidad fue más difícil. Escribí algo sobre mi padre, poco antes de que falleciera y, de hecho, más tarde lo publiqué en un libro. Cuando murió mi mamá, no pude escribir nada. Ni hasta hoy. Mi madre misma se convirtió en escritora a los sesenta años. Escribió muchas obras religiosas y las reunió en forma de folletos y nunca cobró por ellas. Visitaba a centros de detención y lugares así. Cuando falleció, terminé con sus últimos escritos. Así que sí, habrá un libro y serán gratuitos.
Debido a que me fui de Los Ángeles en 1990, no formé parte de la vida diaria de mis padres (o de mi familia) a partir de entonces. Cuando eran mayor de 70 años, les pregunté qué era lo que más extrañaban de no conducir. “No poder ir a la iglesia”. Les prometí que cada vez que estuviera en la ciudad, 4 o 5 veces al año, los llevaría. Una Pascua, durante la misa, el cura tuvo un infarto. Con todos en estado de shock, mi madre se dirigió al pasillo y luego al altar. Instruyó a todos a orar por él. Luego se volvió hacia el sacerdote y rezó por él con una cruz. De repente, se levantó levemente y alcanzó la cruz, pidiéndola. Mi mamá dijo que era una cruz especial que había usado recientemente para revivir a mi padre de su lecho de muerte. En cambio, prometió darle uno similar. Había escuchado que mi mamá era una sanadora, pero aquí, fui testigo de eso ante mis propios ojos.
Cuando mi única hermana falleció el mes pasado, tal vez debería haberlo esperado porque había estado enferma durante los últimos años. Cuando contrajo COVID, pasó al mundo de los espíritus como resultado de complicaciones. Es diferente a cuando fallecen los padres u otros parientes. Se trata de nuestra propia mortalidad. La primera de siete hermanos. Siempre he estado rodeado de curanderas y curanderos y lo que siempre han dicho es que aquellos que fallecen en realidad no nos dejan, sino que simplemente pasan al mundo de los espíritus. De todos modos, es difícil. No todas las culturas se afligen cuando uno muere. Algunos celebran. Algunos recuerdan. Algunos honran. Estoy tratando de hacer todo eso.
Roberto Dr. Cintli Rodríguez es profesor asociado emérito en la Universidad de Arizona y es autor de varios libros, incluido “Yolqui: un guerrero convocado desde el mundo espiritual”. También dirige el Raza Killings Database Project. Email Xcolumn@gmail.com
From The Progressive Populist, June 15, 2023
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